miércoles, 21 de noviembre de 2007

La novela caballeresca

La épica castellana en el contexto de la épica europea.
Durante los siglos medievales recorrían las ciudades y aldeas unos cantores, músicos y recitadores conocidos con el nombre juglares. El juglar divertía al pueblo congregado en las plazas, acudía a las ferias, romerías y mercados, ejercía su arte en las fiestas de los palacios señoriales. Recitaba versos, cantaba canciones, tañía instrumentos, representaba pasos escénicos y a veces era prestidigitador y saltimbanqui. Su arte era eminentemente popular. Gracias a estos modernos artistas se formaba y difundía una tradición poética en los diferentes países de Europa.
Los juglares raras veces eran autores de las composiciones que recitaban o cantaban. Generalmente la actividad creadora de nuevos versos y canciones pertenecía a poetas y músicos profesionales, que entregaban sus obras a los juglares para que éstos las divulgasen. No había entonces imprenta (se inventó a medidos del siglo XV); la copia de manuscritos era larga y costosa, aparte de que eran pocos los que supiesen leer y escribir, de modo que la forma casi única de publicación era la recitación oral. Por tradición oral se conservaron algunas composiciones que, por encajar con los gustos del público o por referirse a sucesos que impresionaron vivamente la imaginación popular, fueron recordadas generación tras generación, hasta que los manuscritos o la imprenta las salvaron del olvido.
De esta manera han llegado hasta nosotros algunas muestras de lo que fue la poesía tradicional de nuestros antepasados; no son muchas en número, pero sí suficientes para darnos cuenta de cómo en aquellos siglos remotos la fantasía popular hallaba en la poesía juglaresca expresión adecuada al relato épico de hazañas memorables y a la emoción fugaz de la copla amorosa, satírica o devota.
Cantares de gesta
Después de la descomposición del Imperio Romano se fueron formando lentamente las nacionalidades nuevas de Europa occidental. Las guerras, la gloria de los caudillos, las tradiciones religiosas y legendarias de estos pueblos nuevos, fueron celebradas por los poetas en extensos poemas narrativos que se conocen con el nombre general de cantares de gesta. Tales son, por ejemplo, los Nibelungos en Alemania, la Canción de Roldán en Francia y el Cantar de Mío Cid en España.
El Cantar de Mío Cid o Poema del Cid es el primer monumento conocido de la Literatura castellana. Esto no quiere decir que fuera el primer poema que se escribió; por el contrario, hay motivos suficientes para asegurar que antes de él hubo en España otros cantares de gesta. El Cantar de Mío Cid es una continuación, ya bastante elaborada, de una tradición épica que existía con anterioridad. Fue compuesto a mediados del siglo XII, hacia el año 1140. No tiene autor conocido, y se conserva casi entero.
Su asunto es, a grandes rasgos, el siguiente: Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, cae en desgracia del rey Alfonso VI, el cual le destierra de Castilla. Sale de Vivar dejando sus palacios "yermos e desheredados", y se dirige a Burgos, donde nadie quiere recibirle porque el rey había mandado que no le diesen posada.
Con los guerreros que se le habían reunidos, va al monasterio de San Pedro de Cárdena, donde deja a su mujer, doña Jimena, y a sus hijas doña Elvira y doña Sol. La despedida del Cid es impresionante por su ruda concisión.
Fuera ya de Castilla, comienza sus conquistas por tierras de la Alcarria y Aragón. Toma después la ciudad de Valencia, con lo cual la fama de sus hazañas crece de día en día. Se reconcilia con su rey y consigue el permiso de éste para que su mujer y sus hijas vayan a Valencia a reunirse con él; por voluntad del monarca castellano, doña Elvira y doña Sol se casas con los infantes de Carrión, representas de la orgullosa nobleza leonesa. Los infantes sólo querían a las hijas del Cid por las riquezas que su padre había ganado guerreando contra los moros, pero sentían su alcurnia desdorada por haber emparentado con un simple infanzón. Después de celebradas las bodas, los infantes dan muestras de gran cobardía. Yendo camino de Castilla, azotan cruelmente a sus mujeres y las dejan abandonadas en el robledal de Corpes. Cuando el Cid conoce la afrenta de que sus hijas habían sido víctimas, pide justicia ante las Cortes de Toledo. Solicita y obtiene del rey la reparación de su honor mediante una lid contra sus traidores yernos. Los infantes de Carrión quedan vencidos por los amigos del Cid y son declarados traidores. Los infantes de Navarra y de Aragón piden en matrimonio a las hijas del Cid. Con anuencia de Alfonso VI se celebra este segundo matrimonio, mucho más honroso que el primero para la familia del Cid Campeador.
El poema es, en gran parte, histórico. Tiene, además, gran exactitud geográfica. En medio del encanto que le presta la tosquedad arcaica del lenguaje, el lector moderno puede percibir el arte realista y humano, que ensalza la figura del héroe sin salirse de los límites de lo natural. El héroe castellano no es sólo el bravo guerrero que nos sorprende con sus hazañas inauditas. Es además nobleza, serenidad de juicio, valor sin jactancia, fidelidad a prueba de desengaños, elevación moral. No es el caudillo alocado, de inverosímiles empresas (como en otras gestas europeas), que le presenten casi como un ser sobrenatural. En la poetización de nuestro viejo poema, el Cid nunca deja de aparecer como un hombre real, dotado de cualidades esencialmente castellanas.
Existieron otros cantares de gesta castellanos de los cuales sólo se conservan algunos fragmentos, a veces prosificados en las crónicas. Tales son, por ejemplo, las gestas del rey Don Rodrigo, los Infantes de Lara, Roncesvalles, Sancho II de Castilla, etc. Unos son contemporáneos del poema del Cid, otros pertenecen al siglo XIII.
La tradición épica de Castilla persiste durante el siglo XIV con poemas generalmente menos valiosos que los cantares a que nos hemos referido. A esta época pertenece el Rodrigo o Crónica rimada de las cosas de España, en el que se narran las mocedades del Cid y se amplifican desmesuradamente las hazañas del héroe. Su valor artístico es escaso, pero tiene en cambio interés histórico en cuanto nos presenta la evolución de los viejos cantares de gesta. La persistencia y transformación de la épica popular da lugar, en el siglo XV, a la espléndida floración del Romancero.

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